La banda de zona oeste presentó No hagas que me arrepienta, su tercer álbum de estudio.
A paso firme y sobre baterías electrónicas, vuelve desde el lejano oeste un sonido oscuro, denso e hipnótico. Winona Riders ya nos había entregado en 2023 Esto es lo que obtenés cuando te cansás de lo que ya obtuviste y El sonido del éxtasis, dos discos en los que la banda exprimió todo el jugo de sus influencias y se presentó como la expresión más arrogante del momento, refundando a patadas el rock psicodélico en nuestro país.
Winona Riders es controversial por su música y su actitud en las tablas, pero también lo es por su público. Ya vimos a esos chicos trepados a las rejas de Niceto Bar, como también los vimos -de a centenares- entrar corriendo con desesperación al anfiteatro del Parque Centenario, sin vallas que puedan contener su efervescencia. En su tercer álbum de estudio, No hagas que me arrepienta, la banda da otro paso en la evolución de su sonido arrollador e hipnótico y, al igual que el flautista de Hamelin, se lleva a los jóvenes lejos de los viejos solemnes y sus mandatos del siglo pasado.
¿A qué suena la revolución?
No hagas que me arrepienta nos abre sus puertas y nos invita a pasar a un “Sacame el cuero” tenebroso, donde hay parlantes sollozando acoples y ruido blanco como el que precede la aparición de algunos monstruos. Ya desde adentro, el aura mística de la banda crece y en su ritual nos convidan con sonidos cada vez más adictivos: un bajo líder y guitarras que se sienten infinitas sobre baterías electrónicas son los elementos que componen esta ceremonia.
En la mitad de “Hondart”, el trance que propone el tema se quiebra por un beat irregular, que se cuela y desata un ritmo raver de adrenalina y persecución. Sin embargo, el track bailable del disco es -sin lugar a duda- “Separados al nacer”, que con una melodía de guitarra filo-hindú que nos conduce a través de la canción. En su parte instrumental incorpora patrones de música disco, incitando al movimiento sin perder el magnetismo.
“680/680” sube la distorsión, estrena un solo de saxo ricotero y anticipa el lado B del álbum, más rockero que la primera parte. Las guitarras vuelven a tener protagonismo, y las letras se tornan explícitas y crudas. Como un tajo al cuadro de las instituciones genocidas, inauguran esta sección con “V.V.”, donde la banda le habla directamente a Victoria Villarruel, vicepresidenta de la Nación, y a sus vínculos íntimos con militares condenados por delitos de lesa humanidad: “Y ya me imagino tu cena familiar / con tu papi, Cozzani y Etchecolatz / y los autos estacionados afuera / una triple hilera de autos verdes hay”.
La violencia avanza. Cuando se incorpora a la discusión pública y penetra el tejido social, no se puede pretender que se evapore. Queda circulando y autorreproduciéndose hasta que, eventual y necesariamente, explota. Así, ante la negación del genocidio y de nuestra historia, Winona Riders apunta donde más molesta y dispara con violencia: “¡Victoria! / Yo te vi la bombachita con esvásticas / Te la dio tu papi / Yo lo vi”.
Winona Riders encamina el final del disco en clave de sexo, drogas y rocanrol. En su faceta brillante, con “Fiesta en el ascensor” y “Penetrame”, la banda aprieta la tensión sexual con un lenguaje de intimidad que no necesita traducciones, mientras que la música va in crescendo hasta el clímax.
También aparece el día después del reviente. En “Buscando amor (Por la carretera)”, aparecen el sentimiento de marginalidad, los traumas e incluso la idea del suicidio, mientras que en “Riders” vuelve el espíritu indomable de la banda con ecos de la filosofía punk no future.
Winona Riders encara este presente podrido con bronca y arrogancia en No hagas que me arrepienta. Y sí, molesta, arde y duele. Es la mosca que jode atrás de la oreja. Es un sarpullido en el cuello de quienes pretenden que la revolución cene con cubiertos. Es el perfume de una cólera que empieza a tomar forma y dirección.
En una época en la que la cultura son las joyas, las pistolas y los enemigos imaginarios de traperos fotocopiados, Winona Riders se niega a jugar a la ‘orquesta del Titanic’ y se erige con No hagas que me arrepienta como una bandera contracultural potente, disruptiva y necesaria.
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