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El gesto de sentirse parte: lo que nos dejó “El Eternauta”

Un sentimiento mundialista inundó las calles, los medios y la opinión pública luego de su estreno. Tendrá segunda temporada.


El miércoles 30 de abril se lanzó El Eternauta en Netflix y se sintió como un gol. Ese gol que nos debíamos desde el cine nacional y la ciencia ficción en el país y porque finalmente, luego de diez años de idas y vueltas, se logró el cometido del proyecto. La serie fue escrita y dirigida por Bruno Stagnaro (Pizza, birra, faso, Okupas), co-guionada con Ariel Staltari (el actor que interpreta a Omar) y tuvo como consultor creativo a Martín M. Oesterheld, nieto de Héctor Germán Oesterheld. La historia de Juan Salvo (Ricardo Darín) y sus amigos no solo retoma la premisa conocida (y el slogan elegido por la N roja) del “nadie se salva solo”, sino que la actualiza. El lema no es un significante vacío. El héroe colectivo emerge como la única respuesta posible ante una experiencia que desestabiliza. No será un camino fácil. La serie logra captar esta incomodidad.

La adaptación del original -creado en 1957 por el guionista y escritor Héctor Oesterheld y el dibujante Francisco Solano López-, se trasladó a una Buenos Aires actual. Entre smartphones y PedidosYa, la frase de Favalli “Lo viejo funciona, Juan”, reconforta. Puede ser nostalgia o una forma de reivindicar las enseñanzas de las escuelas técnicas. Pero antes que todo, tiene que ver con un ejercicio de memoria. Y eso es un acierto a lo largo de la serie: el ingrediente Malvinas y los flashbacks de Juan Salvo en la adaptación actualizan la propuesta. El clásico en sí mismo nos obliga también a recordar: la familia Oesterheld fueron desaparecidos y asesinados por la última dictadura militar.

Detrás de El Eternauta hay un equipo realizador que representa talento y persistencia, formado en escuelas públicas y privadas de todo el país. Técnicos, artistas visuales, sonidistas, especialistas en efectos, productores y diseñadores que crecieron profesionalmente en una industria que resiste. Más de 150 miembros principales y 250 colaboradores adicionales participaron en la producción, y ese recorrido colectivo es tan importante como la historia que cuentan. Esta experiencia -que ya es parte de la historia del cine nacional- marca un antes y un después en términos de producción local, identidad cultural y capacidad técnica. Porque no solo se trata de adaptar un clásico: se trata de mostrar lo que podemos hacer, con nuestras herramientas, nuestros oficios y nuestra memoria. Y en ese gesto colectivo también hay futuro.

¿Qué pasa cuando nos sentimos parte de algo? Hay unión y hay consenso. La serie, en este sentido, se hace cargo de su país. El truco, las chicanas, las Malvinas, la ciudad de Buenos Aires, pero nevada, los chistes y las marcas (algunas fueron una decisión dejarlas), los graffitis y hasta en los vínculos interpersonales floran una argentinidad que identifica para adentro y for export. Pero además, la adaptación de El Eternauta no copia la fórmula yankee de la invasión y la ciencia ficción. Crea una nueva y con sus propios matices y contradicciones. Un dato relevante que me hizo pensar fue la portación de armas de los personajes. ¿Qué pasa cuando al nuevo Juan Salvo le dan un arma? No se come el prototipo de peli norteamericana. Hay un registro de algo que ya pasó y eso lo vulnerabiliza. “¿Desde cuándo las islas volvieron, Juan?”, pregunta Carla Petterson. El eterno retorno de algo que todavía duele.

Mientras termino de escribir, suena Sui Generis. “Y ahora estoy tan confundido / Niebla y humo alrededor / ¿Dónde está el sol? / ¿Dónde está Dios? / Dime quién me lo robó / No sé muy bien qué voy a hacer / Quiero a mi fe / Quiero creer”. Y no puedo dejar de pensar en El Eternauta. Esa figura, esa historia, esa inestabilidad ante lo impredecible, ante la inminencia del terror, nos ocupa como si viviéramos una invasión extraterrestre. La salida, como entonces, tiene que ver con querer creer: en uno, en el otro, en lo colectivo. No hay alternativa posible que volvernos a encontrar.

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