El sucesor del consagratorio Prender un fuego es un disco compacto pero aventuroso en el que Marilina se descubre a sí misma con un renovado sentido de confianza.
Para entender Mojigata, el nuevo álbum de Marilina Bertoldi, vale la pena ponerlo en contexto. El disco nace a cuatro años de Prender un fuego (2018), aquella placa que le ganó a su autora el Gardel de Oro en el 2019 y que llegaba para convertirla en una figura ineludible de la escena; ya no más una promesa. Marilina venía a poner todo patas para arriba, no dispuesta a hacer concesiones, y aquel álbum se convirtió en su licencia para hacerlo. Si hoy se ganó el puesto de referente del rock argentino, mucho se debe a ese punto de quiebre.
Entonces, ¿cómo sigue uno a su disco consagratorio, su primera obra maestra? La respuesta de la artista en Mojigata quizás no es la que más de uno esperaba. En vez de optar por un álbum expansivo, a toda pompa, las 11 canciones del nuevo trabajo encuentran a su autora desnudando capas, reduciendo los elementos que lo componen a su punto justo y necesario. Apenas por debajo de la media hora, con temas que incluso llegan a resolverse al minuto y medio de duración, es un trabajo contenido y centrado; estudiado sin perder frescura.
“Casero y personal”, lo definió en una reciente entrevista la misma Marilina, quien antes había declarado sus intenciones de cerrar finalmente la etapa de Prender un fuego porque sentía ser “otra persona”. Ahora, con las llamas ya extintas, Bertoldi apela a la introspección -quizás el único gran regalo que nos dejó la pandemia- para enterrar su pasado de “mojigata” y terminar de creérsela, con la confianza que dan la experiencia y los errores de los que se aprende.
Tras una “Intro” entre susurros y sonido ambiental, “Es poderoso” da arranque al disco pisando fuerte, puro pulso rockero: Marilina puede ser todo, menos aquello a lo que alude el título de la placa. Su voz declama fuerte, mostrando actitud y confianza en cada línea. “Te falta mucho para hablar de mí como hablas”, lanza desafiante en “La cena”, una de las canciones que más remiten al costado hard rock que siempre permeó en menor o mayor medida sus discos.
Esa seguridad se hace patente también en el ansia por expandir la paleta hacia nuevos sonidos. “Vivo pensando en ayer” coquetea con el jazz a gran efecto, con la naturalidad de quien viene haciendo esto desde el día uno. “Sushi en lata” y “Pucho”, por su parte, encuentran a Marilina jugando desde lo vocal con una cadencia cercana al rap. Con su banda sonando más potente que nunca, en este segundo tema ensaya algunas de sus letras más incendiarias, lanzando dardos a la industria: “Son siempre los mismos, esto parece un pasamanos / festival de mierda, estoy con todos gusanos / tienen guardaespaldas para ir al baño”.
A su tiempo, Marilina también da espacio a su costado más suave, como en la nocturna “Amuleto”, a dúo con la chilena Javiera Mena. Entre beats narcóticos, las voces de ambas se funden en una sola, un mismo deseo sensual y anhelante. La clave para que una pieza pop como esta -“una balada pandémica”, según Bertoldi- pueda convivir en armonía con los números más rockeros sin que ello nos produzca una sensación de choque es la habilidad de la artista para conducirnos por su mundo personal: a esta altura, parece que nada pueda fallar.
Se trata de un disco multifacético, aquel que solo podría hacer un músico que se sabe capaz -y con la confianza- de jugar con sonidos e influencias dispersas sin caer en el sinsentido. Bertoldi es rockera y sensible; desafiante y vulnerable; experimentadora y familiar. ¿Pero mojigata? Alguien con tantas ganas de patear el tablero como ella lo que menos tiene es de moralista y puritana. Larga vida a su inconformismo.